martes, 5 de abril de 2016

Paisajes sonoros

Esta mañana, antes del alba, subí a una colina para mirar el cielo poblado,
Y le dije a mi alma: cuando abarquemos esos mundos,
y el conocimiento y el goce que encierran,
¿estaremos al fin hartos y satisfechos?
Y mi alma dijo: No, una vez alcanzados proseguiremos el camino.
Canto de mí mismo, Walt Withman


El concepto de Paisaje, como una especie de arte visual donde se plasma una perspectiva de la naturaleza, de una ciudad, incluso de un escenario onírico, es familiar desde hace siglos para todo el mundo. Lo que un paisajista plasma a través del lente de una cámara o del color en el lienzo, más que un lugar es su peculiar mirada sobre él. El artista es el guía que nos conduce hasta un sitio que le parece interesante y nos dice: “obsérvalo de esta manera”.

Los sitios no solo se ven, también se oyen. No existe el silencio para un oído atento. El mundo es una sinfonía de viento, motores, balatas chirriantes y gritos lejanos. Pájaros, perros, grillos, golpes metálicos o claxons son los timbres atípicos de la música involuntaria que nos envuelve. ¿Sonidos ambientales, ruido o música? Cada cabeza elige cómo conceptualizar el ensordecedor sonido del universo.

Hay un tipo de arte que evoca eso: el paisaje sonoro. A finales del siglo pasado, el compositor, escritor y pedagogo canadiense Raymond Murray Schafer nombró este género como Soundscape, palabra compuesta por sound (sonido) y landscape (paisaje). El concepto es amplio porque abarca desde el conjunto de sonidos emanados de cualquier fuente que dan identidad a un espacio, hasta un producto artístico, arte sonoro que nos remite a la sensación de experimentar un particular ambiente o composiciones musicales que usan como materia prima sonidos tomados del medio ambiente y que pueden o no ser manipulados electrónicamente o combinados con ejecuciones musicales, “musicales” en un sentido más clásico.

El paisaje sonoro es una obra de arte que tiene un poder mágico: el de imbuirnos dentro del sitio que evoca. Eso no sucede con las imágenes, esas las tenemos que observar a varios centímetros alejados del bastidor. Sería fantástico poder brincar dentro de La Noche Estrellada de Vincent van Gogh y de pronto vernos rodeados por ese cielo de pinceladas a rayas, podemos imaginarlo pero no lograrlo físicamente. Al contrario, en un paisaje sonoro sí podemos zabullirnos si desarrollamos la capacidad de escuchar con un grado tal de concentración que hagamos del sonido nuestro universo. Dejar de percibir con los ojos, el olfato o la piel; dejar de pensar en lo que vamos a hacer, en aquello que olvidamos llevar a cabo; evitar a toda costa comentarios y ruidos. El boleto de entrada al mundo sonoro cuesta absoluta concentración más un impuesto: el silencio.

Hay muchos tipos de paisajes sonoros: los naturalistas, los urbanos; los externos y los internos, esos que nos remiten al estado íntimo del compositor; los que evocan la belleza sonora del mundo o los que manifiestan la contaminación que nos agrede; los realistas y los fantásticos. Porque, al igual que en el arte visual, lo interesante de un paisaje, más que el sitio al que te remite, es la perspectiva con la que el artista te invita a verlo o a escucharlo. Vale la pena sacar por los oídos al alma y llevarla de paseo.

[Versión original del artículo publicado por Liz Espinosa Terán en Abril de 2016 en la Revista Cultural Alternativas]