lunes, 9 de noviembre de 2015

La cuerda


Desde el sillón ella lo vio entrar cargando la cuerda ¡otra cuerda! El miedo le subió como un temblor del vientre bajo a la garganta.
—Quita esa cara, querida, es simplemente que las cuerdas tienen algo fascinante.
—¿Y qué piensas hacer con ésta?
—Disfrutarla. Siente, mira qué tejido tan suave —Pasó delicadamente la cuerda por la mejilla de Isabel, mirándola a los ojos y buscando su complicidad. Cuando él se dio cuenta de que no podía transformar esa mirada de rabia en entusiasmo se alejó unos pasos con ademan de niño enojado—. La voy a colgar de esta viga y me voy a sentar en el sillón junto a ti para contempla...
—Rodrigo, no lo hagas ¿qué ganas?—interrumpió Isabel con tono desesperado.
—Ay, qué exagerada eres, mujer—. Dicho esto lanzó la cuerda por encima de la viga de la sala, dejándola expuesta de piso a techo, como si fuera una instalación artística, luego se sentó a su lado y la abrazó, después la beso intensamente. Ella cerró los ojos y sintió en ese beso todos los besos de su vida juntos, quería aferrarse a esa sensación de amor que había sido su sostén hasta el día en que se dio cuenta de que Rodrigo estaba seriamente dañado. Después de 5 segundos sintió náuseas y torció la boca.
—¡Vamos, Isabel, no me hagas esas caras. Si tan solo quisieras compartir conmigo esto—. Se paró rápidamente del sillón y trajo un banco de la mesa de la cocina.
—¡Desátame ya, Rodrigo! 
—Sí, solo que antes voy a anudar mi cuerda nueva. —Isabel miró cómo él medía la cuerda alrededor de su cuello y comenzó a llorar— Siempre has sido tan sensible, no comprendo porqué no compartes conmigo el placer de sentirte abrazada por las cuerdas—. Decía esto mientras preparaba una horca.
—¡Basta Rodrigo, deja de hacer esto! —Le gritaba con las mandíbulas trabadas, frunciendo la nariz y enterrándose las propias uñas en las palmas de las manos— ¡Déjame libre!
Rodrigo se subió al banco y se puso la soga al cuello.
—No, Rodrigo, no lo hagas.
—Tranquila, Isabel, solo estoy divirtiéndome un poco, he estado tan estresado que necesito algo que me relaje, bailar un poco, por ejemplo, ¡qué tiene de malo bailar! Tu y yo lo hemos hecho tantas veces juntos —Le decía mientas hacía tambalear el banco sobre el cuál estaba parado—. Eres tan melodramática, bonita,  ¿qué no ves que solo estoy bailando? bailando el baile de la soga.
—Bájate de ahí ¡no me hagas esto, desátame! Rodrigo por favor, te lo suplico, deja de moverte y baja ¡Desátame! No me obligues a ver cómo te suicidas.
—Entonces cierra los ojos.


Liz Espinosa Terán

9 de noviembre de 2015

miércoles, 4 de noviembre de 2015

La migración material del sonido

Los humanos buscamos adueñarnos de lo que nos da placer para que esté a nuestra disposición, para que se repita a nuestro antojo, pero ¿cómo poseer un arte que es sonoro? Eso ha sido uno de los problemas que han tratado de resolver los músicos durante siglos: materializar el sonido sublime para poder manipularlo, llevarlo, traerlo, reproducirlo  ¿cómo atrapar algo fugaz? 

La memoria fue durante siglos el único contenedor de la música pero, como es un saco roto, por lagunosa e infiel fue sustituida por inscripciones en estelas funerarias o en pergaminos, estas inscripciones perduraban en el tiempo pero carecían de precisión. En el siglo IX comenzaron a escribir caracteres quironímicos sobre los textos de libros eclesiásticos que dibujaban giros melódicos, que si bien no indicaban una altura concreta al menos daban una idea de cuándo se hacía más aguda o grave la melodía asociada a las oraciones o salmos.

Durante los siglos X, XI y XII se fue desarrollando dentro de la Iglesia Católica una forma de notación cada vez más preciso hasta que en el S. XIII terminó por establecerse un sistema que indicaba con claridad qué nota debería sonar y durante cuánto tiempo. Así, en los libros de coro de las abadías, se pudo contener música por primera vez en la historia, sin embargo solo unos cuantos podrían tener acceso a ella, solo los monjes educados podían abrir el libro y escuchar en su mente motetes polifónicos.

De los libros de coro y los cancioneros palaciegos cuidadosamente elaborados a mano, arte objeto y soporte material de las partituras, se pasó a los primeros libros impresos. Durante el siglo XVI, Ottaviano Petrucci y Pierre Attaigant desarrollaron técnicas de impresión para editar piezas renacentistas, popularizando así la posesión y reproducción musical.

Una partitura es como un mapa muy preciso y claro, pero un mapa nunca será el territorio que describe. No fue hasta 1857 en que se desarrolló un dispositivo capaz de grabar una vibración sonora, el fonoautógrafo; y 20 años más tarde, Thomas Alva Edison logró generar un cilindro de cartón, primero, y uno de cera sólida, después, en donde grabar las ondas sonoras y reproducirlas en un fonógrafo. Este es el punto de inflexión en la búsqueda de la posesión musical.

Desde el S. XX cualquier ignorante del solfeo puede apoderarse de la música si se adueña del soporte material que la contiene y del dispositivo para reproducirla. Puede escuchar ese todo que la compone: la intención con la que el intérprete emite los sonidos, su sello único para ejecutar alturas, ritmos o dinámicas; la vibración que se introduce en nuestro cuerpo y que jamás lograría penetrar ni con un ejército de plicas y neumas muy bien impresos. El fin de la autocracia musical, el principio ¿del comunismo? No, no es para tanto.

La música migró de un soporte material analógico al otro: de los cilindros a los discos de vinilo que comenzaron a popularizarse en la década de los 20 del siglo pasado y que se reproducían en un gramófono; luego al cassette de cinta magnética en los años sesenta, teniendo un auge en los años 80 gracias a que también se comercializó un reproductor portátil, el Walkman, que transformó con rapidez la cultura de escuchar música sedentariamente a la posibilidad de llevar la propia música a todos lados. Se podía escuchar lo que quisieras, donde quisieras, cuando quisieras, sin embargo aún se tenía el problema de tener que cargar con todas las cajitas de aquí para allá.

Los medios analógicos para contener música fueron reemplazados por medios digitales durante los 2 decenios finales del S. XX. En vez de atrapar el sonido en surcos u orientaciones continuas de partículas magnéticas se le  pescaba en una red de ceros y unos. Los legos de la tecnología pensábamos ¡qué locos esos que pagan tanto dinero por un Laserdisc, pudiendo comprar un cassette! Hasta que finalmente llegó al mercado una opción más económica, una verdadera plaga: el disco compacto.

A partir de que la música se pudo almacenar digitalmente a través de distintos formatos como MP3 o WAV, entre otros,  proliferaron diversos soportes materiales del sonido: CD, DAT, DVD, memoria flash, la memoria de una computadora, disco Blu Ray o reproductores de audio digital, tipo iPod, de los que actualmente hay de todos tamaños, colores y marcas en el mercado. Toda nuestra música en un solo lugar.

Los teléfonos inteligentes han dejado a un lado la idea de “coleccionar música” porque ahora podemos escuchar casi todo a través de la transferencia de archivos de audio por internet si nos suscribimos a las diversas fonotecas digitales que existen. Tenemos a nuestra disposición casi todo lo que deseamos escuchar ¡Es la Jauja de la disponibilidad sonora! Aunque paradójicamente ya no somos propietarios de nada más que de un dispositivo para conectarnos a una nube de música, todo vuelve a estar, como al principio, en una memoria, solo que ya no habita dentro de nuestra cabeza.

[Versión original del artículo publicado por Liz Espinosa Terán
en la Revista Cultural Alternativas en noviembre de 2015]