viernes, 23 de noviembre de 2012

A mitos necios, oídos sordos


  
En México tenemos muchas ideas falsas sobre lo que significa ser músico, desconozco qué pensarán en otras partes del mundo pero aquí rondan en la imaginación popular varios prejuicios equívocos que alejan a las personas de ejercer una profesión altamente satisfactoria. Voy a manifestarme particularmente en contra de uno: el mito de la indispensable genialidad.

“Si no eres un genio para la música no te dediques a ella” claman los muggles musicales. Como si fuera una actividad de alta peligrosidad, de esas para las que se advierte en la tele: “amiguitos, no intenten esto en casa”.

El imaginario colectivo dicta: solo puedes ser músico si naces con dotes geniales, aún si los tienes y los desarrollas va a ser endiabladamente difícil que tengas dinero y reconocimiento social, y solamente si eres un músico con fama y regalías podrás ser verdaderamente feliz. Todo lo anterior ¡es mentira! basura que deberíamos de enterrar en el relleno sanitario de nuestra mente compartida.

Un genio –dice la Real Academia de la Lengua- es una persona dotada con una capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables; suponer que todos los compositores que han creado música nacieron con una capacidad extraordinaria es un error, no todos han sido Mozart, la gran mayoría de los creadores e intérpretes destacados son producto del trabajo constante y del estudio correctamente dirigido. Es el desarrollo de habilidades musicales lo que hace que se alcance la genialidad y no la genialidad la condición mínima para poder desarrollar habilidades musicales.

Así que cada vez que una persona disuade a otra de dedicarse a la música porque “no es un genio” en realidad lo está alejando de una actividad que le llevaría a desarrollarse integralmente y a sentirse feliz. Ni la genialidad asegura el éxito financiero o social, ni ese éxito asegura la felicidad, la felicidad está en hacer lo que uno ama.

Escuchar hoy a una madre diciendo a su hijo “mira, si no vas a calificar en un maratón mejor no salgas a correr” nos parecería una aberración. Relativos al deporte han caído varios mitos: que no deben practicarlo los viejitos, las mujeres embarazadas, los discapacitados, los enfermos. Ya es del conocimiento popular que para cada tipo de persona hay un tipo de deporte y una rutina adecuada, pero que todos, TODOS, tenemos que ejercitarnos para vivir más y mejor aunque no vayamos a participar en las olimpiadas.  Lo mismo pasa con la música: el no manifestar habilidades extraordinarias desde la tierna infancia que aseguren un lugar en la historia de la música no es impedimento para abrazar esa vocación.

Dejemos de tener como sociedad pensamientos castrantes que imponen condiciones inalcanzables como puntos de partida, para ser músico no tienes que ser genio o rico o haber comenzado a estudiar desde los 3 años con un método japonés durante 6 horas diarias o haber nacido con las manos así o asado… ¡BASTA! Para hacer música la única condición de partida es desear componer, ejecutar, investigar, analizar o interpretar.

[Versión original del artículo publicado en la Revista Cultural Alternativas]

viernes, 21 de septiembre de 2012

Del dolor a la paz




El duelo es un tránsito del dolor a la paz, un acto de valentía en el que aceptamos tener conciencia de que estamos perdiendo algo o a alguien valioso. La separación puede ser instantánea, como la muerte repentina de un ser querido, pero la pérdida se experimenta hora a hora, día tras día, incluso antes de que realmente suceda, cuando la prevemos. Para mí la mejor forma de transitar el duelo es recorrer ese camino con música.

Las personas sensibles a la música somos contenidas por ella, sentimos que nos abraza con sonidos, nos lleva a un lugar seguro en el que podemos dejarnos caer y desde el cuál nos podemos levantar sin prisa, sin que nadie nos corretee, porque no hay pieza musical que se angustie al vernos llorar. Será por eso que hay tantas obras escritas alrededor del duelo.

El típico género musical relacionado con la pérdida es la Misa de Réquiem, comúnmente se le llama así a la musicalización de varias partes del ordinario de la misa a la que se agrega una secuencia latina que comienza con la frase “Requiem æternam dona eis…” que se usó desde la edad media para las Misas de difuntos y que en el S. XXI, a veces por razones más allá de lo religioso, se sigue componiendo. Existen ejemplos no sacros de géneros luctuosos como las Elegías o las Piezas instrumentales a la memoria de.

En la música de concierto hay varias obras compuestas por autores que estaban trascendiendo una pérdida a través de la creación musical, como el Stabat Mater de Antonín Dvořák o el Requiem de Gabriel Fauré, por la muerte de sus hijos y la de sus padres, respectivamente. Nosotros, los hijos del vecino, aunque no tengamos la habilidad para transformar un duelo en una obra maestra, sí podemos servirnos del arte sonoro para resolverlo.

Enuncio algunas obras preciosas que pueden ser grandes compañeras cuando estamos elaborando un duelo, cuando las palabras de consuelo estorban más de lo que ayudan porque lo que más necesitamos es permitir que fluya la tristeza y no huir de ella. Aclaro que estos ejemplos no necesariamente fueron compuestos como piezas fúnebres y que tampoco les confiero poderes terapéuticos mágicos o efectos ansiolíticos. Son simplemente buenas compañeras para la borrachera de esa agüita tan salada que rueda mejilla abajo. Aquí va: de las misas de difuntos, además de la citada de Fauré, el Réquiem que dedica Zbigniew Preisner a Krzysztof Kieślowski. El Stabat Mater y La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo Según San Juan de Arvo Pärt. El segundo movimiento, Largo, de la Novena Sinfonía de Dvořák; Funeral Ikos de John Tavener y mi favorita: la Sinfonía No. 3 de Henryk Górecki. Creo que todas se pueden escuchar de forma legal y gratuita por Internet.

Cada cambio interno, cada ciclo que termina, cada distancia que separa, duele. El dolor es una consecuencia natural, una manera de honrar aquello o aquellos que amamos y perdimos. Lo mejor es darse permiso de sentirlo y acompañarlo con música, no para evadirlo, para soportarlo.

[Versión original del artículo publicado en la Revista Cultural Alternativas]

lunes, 23 de julio de 2012

Dime cómo te comportas en una sala de conciertos y te diré quién eres




Desearía leer un libro de historia sobre el comportamiento social en los espectáculos musicales. En la primera mitad del siglo XVIII, por ejemplo, a la ópera se iba a muchas cosas: a comer, a ligar, a cerrar negocios, a sentar jerarquías, a conspirar, a conversar… todo mientras transcurría el drama musicalizado. Las personas asistían a varias funciones de una misma obra pero no ponían completa atención a ninguna, cuentan las crónicas que los únicos momentos en los que el teatro enmudecía era en las arias de los solistas principales, pero una vez aplaudida la diva o el castrati todo el mundo volvía a lo suyo y dejaba de escuchar.

En Nuevos Ensayos sobre la comprensión musical, libro del filósofo Peter Kivy, dice que una audición concentrada, en la que las personas guardaban silencio y buscaban mantener su atención en la música se volvió un ejercicio social hacia 1790. El público generó entonces una “actitud estética” una búsqueda consciente por apreciar la música al margen de todo interés, no sólo para obtener un gozo estético sino para poder tener una comprensión crítica.

Esta actitud estética se convirtió en el código normativo del comportamiento social en una sala de conciertos, es el origen de que actualmente en los recintos en donde se presenta una ópera, un concierto o recital de música clásica se guarde absoluto silencio, se impida la entrada a la sala una vez comenzada a ejecutarse la obra, se prohíba encender alarmas o celulares; y las personas repriman sus ganas de comentar, tararear e incluso toser. En palabras simples: se guarde el mayor silencio posible.

En el imaginario libro que deseo leer sobre el comportamiento social en los conciertos, con seguridad y tristeza estaría escrito en el último capítulo:  “Es curioso como los padres meten a sus hijos a clases de música, los apoyan entusiasmados para que aprendan a tocar el violín, por ejemplo, pero el día que van a realizarse las audiciones de la academia: llegan tarde, exigen con prepotencia que se les permita pasar aún cuando el recital haya comenzado, se paran a tomar fotos tapando al público, contestan el celular que previamente interrumpió con su timbre y dicen “sí, sí nos vemos. Luego te llamo”; por si fuera poco una vez que su querubín terminó de interpretar “Chocolate dulce” salen de la sala sin escuchar al resto de los ejecutantes nóveles produciendo más ruido aún”.

Todos tenemos que saberlo: a un concierto se va a escuchar ¿Obviedad? ¡NO! Cada vez que asisto a una representación musical constato que hay personas que no se dan cuenta que todo ruido que producen es una deformación de la obra que se está ejecutando. La música es sonido, si alguien habla, canta, entra o sale a destiempo o permite que suene su celular está introduciendo sonidos que modifican la audición de todos los demás. Para mí es el equivalente a poner unas pinceladas extras en la obra plástica que está expuesta en un museo, solo los vándalos hacen eso.

Los ritos sociales en el palenque, en un concierto de rock en el estadio o  en un teatro son diferentes, porque cada tipo de música es diferente,  puede o no estar amplificada y tiene un grado de complejidad que hace necesaria mayor o menor concentración para apreciarla cabalmente. Por  eso el comportamiento social ante la ejecución musical debe ser diferente y adecuado a cada tipo de música y lugar.

[Versión original a la publicada en la Revista Cultural Alternativas

lunes, 18 de junio de 2012

Escucha el Templo de San Juan Chamula




Cuando era niña escuché relatos sobre el Templo de San Juan Chamula en Chiapas que lo convirtieron en una meca del turismo nacional para mí. La prohibición de fotografiarlo por dentro y el celo que los Chamulas ponen en hacerla cumplir me generó una curiosidad enorme y la determinación de verlo con ojos propios; cuando lo logré encontré que escuchar ese sitio era tanto o más interesante que observarlo. Viajar es llevar los oídos a otros lados.

Atravesamos los puestos y el gentío de la plaza, en la entrada más que emoción por penetrar en el santuario sentía nerviosismo de delincuente porque llevaba  un micrófono dentro del saco para grabar los cantos de los fieles y temía que mi estimado iPod fuera a correr la misma suerte que cuentan sufrieron algunas cámaras fotográficas profanadoras.

Una vez que mis ojos tiranos se saciaron de observar las hileras de velas, los santos de iconografías alternativas, los rostros de devoción y los refrescos consagrados, se cerraron y entonces mis oídos tomaron conciencia del sonido. Parada detrás de una familia escuché el canto entonado a media voz por un padre suplicante. Supongo que cantaba en maya-tsotsil porque yo únicamente entendía cuando nombraba a algún santo cristiano.

Su canto tenía dos partes, cada sección constaba de una frase que se repetía y se repetía facilitando así el estado de concentración adecuado para orar; las secciones tenían métrica contrastante, por lo que el cambio de una sección a otra me generaba una pequeña sacudida rítmica. Así, hincados en el suelo cubierto de hojas, frente las velas, emitían la cíclica melodía con absoluta devoción.

Escuchaba yo con tanta concentración que durante un tiempo, sabrá Dios cuánto, desbancó todos mis pensamientos, no existió para mí otra cosa que esa música que se convirtió en mi universo ¡qué placentera es la contemplación del sonido!

Al dejar ese estado caminé hacia el altar, conforme me acercaba el asombro se tornó en shock, surgió la polifonía: los cantos religiosos por un lado y por el otro la versión más fea de Jingle Bells, la de las series de focos de navidad que adornaban el altar. El canto devocional y el murmullo rezador contaminados por el motivo “oh, blanca navidad” producido por los timbres chafas de la industria china.  Un sincretismo accidental un tanto violento a mis oídos. Nada que ver con el que antaño se produjo en los motetes en náhuatl atribuidos a Hernando Franco.

Conforme me alejaba rumbo a la salida dejé atrás ese extraño sabor sonoro y pude retomar las melodías cargadas de fe y, aunque no fui a misa, pude irme en paz, dando gracias Dios porque las series de focos chinas nunca funcionan más allá de 30 días. 


[Versión original a la publicada en la Revista Cultural Alternativas]

lunes, 21 de mayo de 2012

Sonora libertad tras las rejas



Merecida o inmerecida la pena, en cualquier época y parte del mundo ser un preso es terrible. Los testimonios de la vida cotidiana de los reclusos están plagados de experiencias que nadie desearía tener. Sin embargo, hay una vivencia que los relatos nos muestran como balsámica: la música.

También sabemos que perversamente ha sido un instrumento de tortura, hay que reconocerlo, pero no deseo enfocarme al aspecto cruel de su uso, sino al alivio que produjo y de hecho produce día a día en los condenados. La música es un vehículo de supervivencia emocional para muchos presidiarios.

En las prisiones en las que se ha tolerado la actividad musical han surgido conjuntos instrumentales y coros; internos que dan conciertos y obras hijas de la celda cuyo estreno mundial fue interpretado por reos y aplaudido por custodios. Un ejemplo célebre es el Cuarteto para el fin de los tiempos que Olivier Messiaen creó estando confinado en un campo de prisioneros de guerra en Silesia.

Escribió Viktor E. Frankl, neurólogo y psiquiatra superviviente de los campos de concentración nazis: “No cabe duda que las personas sensibles acostumbradas a una vida intelectual rica sufrieron muchísimo (su constitución era a menudo endeble) pero el daño causado a su ser íntimo fue menor: eran capaces de aislarse del terrible entorno retrotrayéndose a una vida de riqueza interior y libertad espiritual” [1].

La práctica musical nos dota de esa riqueza interior: a nivel físico estimula el trabajo de nuestros hemisferios cerebrales, a nivel emocional nos conecta con nuestros sentimientos permitiéndonos reconocerlos y a nivel intelectual nos colma de símbolos. La libertad íntima no sólo no se pierde siendo un recluso, puede ser potenciada a través del ejercicio del arte sonoro. Incorpórea, la música no pasa controles de seguridad, entra y sale de la cárcel liberando el espíritu de los que se quedan dentro.

Actualmente hay programas gubernamentales con buenos resultados, en España y Argentina por ejemplo, para usar la música como una herramienta terapéutica y de cambio que ayude a la readaptación social de los internos.

Las personas que no estamos purgando una condena también tenemos creencias que nos hacen prisioneras, que producen un auto-secuestro cotidiano. La práctica musical estimula la plasticidad de nuestro cerebro, la conciencia de nosotros mismos y nos ayuda a cambiar estemos donde estemos. Por eso hacer música es una actividad llena de sentido, sea cual sea nuestro estatus penal.


[Versión original de la que fue publicada en la Revista Cultural Alternativas]




[1] FRANKL, Viktor E. El hombre el busca de sentido. Editorial Herder, Barcelona 1991. Pág 44.