domingo, 18 de marzo de 2007

La consagración de la Primavera: Una abuela provocativa


De las dos efemérides que los mexicanos celebramos el 21 de marzo, se antoja musicalmente más interesante el cambio de estación que el natalicio del notable ex presidente oaxaqueño que nos regala un día de asueto al año. La temporada de los retoños y las flores ha sido tema inspirador y recurrente en el arte, abundan ejemplos que se nutren en ella. Entre todos los que recuerdo, elegí escribirles hoy sobre La Consagración de la Primavera, de Igor Stravinsky.

Al escuchar esta obra, la emoción que me provoca es tan intensa que comprendo porqué el día de su estreno, en mayo de 1913, se armó un zafarrancho descomunal entre el público que chiflaba burlonamente, protestaba y reía; y el público que fascinado ante una música tan propositiva e impactante defendía su derecho de audiencia hasta con golpes.

La historia de La Consagración de la Primavera, relatada en un pis pas, es producto de un encargo del empresario, avecindado en París, Serge Diaghilev que a principios del siglo XX dirigía la compañía de los Ballets Rusos.  Diaghilev creía que en la danza debería existir igual importancia entre todos los elementos constitutivos del espectáculo: la coreografía, la música, el vestuario y la escenografía. Para desarrollar una obra en donde todos los elementos tuvieran un nivel óptimo, buscó trabajar con los mejores pintores y compositores de la vanguardia reunida entonces en París: Picasso, Matisse, Braque y Dufy diseñaron escenografías y vestuarios; mientras que Ravel y Debussy proporcionaron música para su danza.

Varias fueron las colaboraciones de Stravinsky para los ballets de Diaghilev: El pájaro de fuego (1910), Petrouchka (1911), La consagración de la primavera (1913) y Apolo Musagète (1928). Satisfactoria fue la relación entre estos dos artistas y benéfica para las artes como pocos casos en la historia.

A inicios del siglo XX los músicos buscaban, por muy diversas formas, terminar con ese romanticismo decimonónico, característico de Wagner y Tchaikovsky, que estaba estéticamente agotado. Las primeras décadas fueron interesantísimas por las diferentes corrientes musicales que proponían nuevos caminos para colmar el oído. La consagración de la primavera es un icono sonoro de esa “música nueva”, una respuesta grandiosa al tedio que, para entonces, suponía el desarrollo de una melodía infinita y altamente sentimental, atrapada en el sistema armónico tonal usado desde el siglo XVII.

Lo especial de esta obra reside, primero que nada, en el ritmo: la idea tradicional de usar una misma métrica (o tipo de compás)  durante toda o gran parte de una obra, fue sustituida por constantes cambios de compás, acentuaciones irregulares, brutalizantes, y un aparente caos rítmico que avivan el discurso y generan una enorme tensión, muy agradable. (¿Puede ser la tensión agradable? Pregunta a los adictos a la adrenalina que hacen deportes extremos, corren coches o se suben a esos juegos mecánicos que inducen a deponer el desayuno).

La orquestación de esta obra, es decir, el cómo explotó los recursos expresivos de cada instrumento de la orquesta; fue para aquellos días igualmente novedosa. Usó el número de ejecutantes más grande de su historia creativa, y al disponer los distintos timbres en esa polirrítmia acentuó la originalidad de la música.

Debido a que este ballet buscó representar los ritos paganos, relacionados con la fertilidad, que se suponía eran realizados en la Rusia antigua a la llegada de la primavera; usó melodías sumamente sencillas que lejos de desarrollarse se repetían y repetían. Algunas de ellas tenían su origen en el canto popular y tenían una base modal, es decir, no provenían de las escalas mayores o menores típicas de la música tonal clásica. A los melómanos del siglo XXI eso puede parecerles muy trillado, pero en 1913, a los oídos acostumbrados a Chopin y Berlioz, quizá les causaba algo de indigestión.

Cuando escucho que tildan La Consagración de la Primavera de “música contemporánea” pasa por mi mente que contemporánea, lo que se dice contemporánea, era del cine mudo. Obras que nos son verdaderamente coetáneas, inspiradas parcialmente en esta alegre temporada, son Las Estaciones Rusas de Leonid Desyatnikov o Las Cuatro Estaciones Porteñas de Astor Piazzolla, por ejemplo. A pesar de ser una nonagenaria, esta partitura de Stravinsky continúa provocando tanto interés, emoción y placer como cualquiera de estas jovencillas. No te resistas.